Conversación con Alfredo Garófano




por Rodolfo Terragno

Alfredo Garofano fue librero, periodista, gerente y militante. Como funcionario compartió gestión con el autor de la nota.

 

 
 
Fue una conversación que duró años. Al principio hablábamos del cante jondo o de Sartre. Del cabernet o de Fidelio. De Bochini o del cristianismo. De la maffia o de Picasso. Del desempleo o de Ortega y Gasset. Del anarquismo o del bandoneón.
    Alfredo Garófano era para mi un catedrático privado que me enseñaba sobre la Guerra Civil española o el sindicalismo en la Argentina. La historia de aquella guerra nunca dejó de conmoverlo. Del movimiento obrero  lo sabía todo.
    Nuestro diálogo fue tan largo que la agenda fue variando y algunos temas se nos hicieron anacrónicos. Nos deteníamos a veces en personajes olvidados o polémicas pretéritas.  Uno de nuestros contactos con la inmediatez (además de nuestras familias) era la política.
    En los comienzos hicimos de Frondizi nuestro héroe. Luego iríamos ocupándonos del Perón prohibido, del Perón reivindicado, de las dictaduras, de la persecución  y del exilio, hasta que irrumpió en escena, como héroe nuevo, Raúl Alfonsín. No nos quedamos nunca rumiando nostalgias o comparando épocas. Seguimos el corsi e ricorsi de la política argentina hasta el pasado 4 de julio.
    Garófano era un selecto analista. Su razonamiento no era cartesiano, pero sus conclusiones siempre tenían lógica. En medio de una discusión, tomaba senderos que parecían llevar a ninguna parte, pero llegaba adonde debía llegar. Era fácil criticar sus argumentos y muy difícil criticar sus conclusiones.  
    Atesoraba convicciones que en otros son consignas vacías. Creía que el político debe tener verdadera  «vocación de servicio». No creía en la muerte de las ideologías, pero tampoco en las que se reducen a la liturgia, las leyendas, los símbolos y la intolerancia. Ansiaba que no se engordara a los poderosos y que, en cambio, se redimiera a la mayoría. Pero no sentía  que eso fuera  incompatible con la ley y la mesura.  
    Parte de nuestro diálogo transcurrió al mismo tiempo que practicábamos oficios distintos, o los mismos pero alternados. Él fue librero, periodista, gerente, militante y funcionario. Hubo, también, menesteres en común. Los tuvimos en el Estado, cuando uno hizo el papel de ministro y el otro de vice. Teniendo en sus manos una porción de poder, siempre se empeñó en comprender a quienes no lo tenían. Era oyente de  disensos y buscador de consensos.
Nuestra conversación terminó hace unos días. Diecisiete antes de que a él se le escapara la vida.
Mis  lágrimas le rindieron homenaje.
Íntimamente, le reproché que me dejara hablando solo.

                                                                 Rodolfo Terragno