OPINIÓN | por Silvio Huberman
La sed de autodestrucción y revancha que se instaló en la Argentina de los años ’30 del siglo pasado continúa cobrando víctimas como un huracán permanente e indomable que arrasa todo a su paso.
Por entonces se quebró la normalidad institucional por un golpe militar, el primero de una larga saga que incluyó, más de cuarenta años después, despiadados acontecimientos con miles de muertos, desaparecidos y heridos.
Antes, las masas que reclamaban por sus impostergables necesidades sociales, escucharon y aplaudieron frases incitadoras: “por cada uno de nosotros que caiga caerán cinco de ellos”, entre otras.
Años más tarde,tal vez consciente de sus errores y responsabilidades ulteriores, el mismo líder se abrazaría con el líder político de su oposición a quien había enviado a la cárcel por el delito de dar a conocer su pensamiento y el de su Partido en la Cámara de Diputados.
Son escenas fugaces, idas y vueltas, que observadas desde el presente muestran a la sociedad argentina en la permanente e incesante puja entre su pasado y el futuro. En esa lucha fueron quedando los mejores retazos de su convivencia, educación, civilización política, de su economía. “De aquellos polvos vienen estos lodos”, enseña el antiguo refrán español.
Así, el frustrado River-Boca se instaló en el centro de la escena nacional y dio la vuelta al mundo para poner en evidencia que Argentina no está en condiciones de organizar y dotar de seguridad a un mero partido de fútbol. Ínterin, el lenguaje de los argentinos se ha empobrecido hasta límites nunca imaginados y ha convalidado que la palabra, elemento distintivo del ser humano, vale y significa cada vez menos en estas comarcas.
La palabra violenta ha reemplazado a la palabra civilizada, ni siquiera culta.
Es la palabra la prueba ácida del estado de una sociedad. En ámbitos de convivencia, la palabra modera, ordena, conduce, unifica. Es el más profundo código común que interpela e interpreta lo más profundo de cada uno y de su relación con los demás.
La palabra violenta anticipa la violencia en acto. Singularmente, los medios de comunicación audiovisuales y sus principales responsables han incorporado expresiones soeces, chabacanas y escatológicas a su vocabulario permanente.
Ocurre desde 2006, si deseamos colocar una suerte de kilómetro cero. Entonces, durante el Congreso de la Lengua celebrado en Rosario, Roberto Fontanarrosa absolvió a la “mala palabra” y, sin advertirlo, pensando más en la estética que en la representación profunda y simbólica, abrió de par en par las puertas para el avance del aluvión de groserías que ya nos caracteriza en la vida pública y privada.
El propio Presidente de la Nación cedió al encanto de esa sirena y le adjudicó un ¿gracioso? calificativo al Director Técnico de River y poco después no dudó en utilizar un término escatológico que luego fue reproducido como título entre comillas por los principales diarios argentinos.
Las altas representaciones que confiere el pueblo están dotadas de una majestad que muchas veces desconocen sus propios beneficiarios. La segunda acepción de majestad la define como“Seriedad, entereza y severidad en el semblante y en las acciones”.
En otros tiempos, el Presidente Bartolomé Mitre visitaba con frecuencia lo que hoy es el Colegio Nacional Buenos Aires, ingresaba a un aula al azar, escuchaba la clase, saludaba al profesor y a los alumnos y se retiraba. Era su simbólico apoyo al proceso educativo en curso para fortalecer los vínculos de la Argentina en plena Organización Nacional. Frente a esta simple historia, ¿cómo debemos leer nuestra actualidad?
Hoy, la palabra también ha caído en défault en Argentina. No es casual, es grave. En estas condiciones tambalea el edificio que se erige sobre ese cimiento básico.
¿De qué sirve, entonces, que hablemos de política o de la presencia de tantos líderes en Buenos Aires (G20) si la imprevisión y la incertidumbre más que una palabra seria es el gran interrogante instalado casi al final de este nuevo año?